El intendente Sansho

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El intendente Sansho
Director:
Kenji Mizoguchi

Título Original: Sansho Dayu / Año: 1954 /  País: Japón / Productora: Daiei Studios / Duración: 123 min. / Formato: B/N - 1.37:1
Guión: Yoshikata Yoda, Yahiro Fuji / Fotografía: Kazuo Miyagawa / Música: Fumio Hayasaka
Reparto:  Kinuyo Tanaka, Yoshiaki Hanayaki, Kyoko Kagawa, Eitaro Shindo, Akitate Kono, Masao Shimizu, Ken Mitsuda, Kazukimi Okuni
Fecha estreno: 31/03/1954 (Japón)

Siendo una de sus obras más duras temáticamente, El intendente Sansho es a la vez una de las películas formalmente más estilizadas de Kenji Mizoguchi. Una combinación con la que el director japonés nos ofrece algunas de las imágenes más terriblemente bellas de toda su filmografía para narrar esta historia sobre el amor y la caridad como elementos de resistencia frente a la opresión y la injusticia.
 
El arranque de la película es sencillamente magistral: mediante una serie de insertos en flashback sobre las imágenes de la huida de Tamaki (Kinuyo Tanaka) y los jóvenes Zushiô y Anju, Mizoguchi nos narra el episodio del pasado en que el cabeza de familia, el gobernador Masauji (Masao Shimizu), es desterrado por los samuráis a causa de su insobornable sentido de la justicia en favor de los campesinos. En este juego de saltos temporales, cada transición es modélica por el diálogo que establece entre pasado y presente: desde la primera de ellas, en las que el director encadena el plano de un joven Zushiô corriendo en el bosque (momento presente) con el mismo Zushiô corriendo de niño en el poblado (momento pasado), hasta la que cierra la serie, en la extraordinaria secuencia en la que vemos al gobernador Masauji alejándose en su destierro (momento pasado) “observado” por Tamaki, desde el momento presente (el plano del gobernador encadena con el de la esposa con la mirada perdida a lo lejos, hacia el espacio en off de los recuerdos - fotograma 1) para seguidamente darse la vuelta y dirigir la mirada a sus dos hijos (imagen de un futuro incierto), que juegan a la orilla de un río. Es, sin duda, una magnífica muestra del absoluto dominio de la puesta en escena mediante las transiciones temporales y el uso del fuera de campo por parte de Mizoguchi.
 
“Si una persona no siente la caridad no es una persona. Incluso ante tu enemigo hay que sentir caridad. Todos los seres humanos son iguales y no se les puede privar de la libertad”, son las palabras que Masauji transmite a su hijo, Zushiô, justo antes de ser desterrado. Palabras que van a convertirse en la máxima del joven protagonista, y que van a tomar pleno sentido a partir del secuestro de los dos hermanos (en la primera de las muchas durísimas secuencias de la película, aquí subrayada con el dramático apunte musical de una flauta que parece gritar literalmente por los protagonistas) y su posterior venta como esclavos a manos del déspota Sansho Dayu (Eitarô Shindô).
 
Hay en la película un uso recurrente de imágenes que se repiten adoptando cada vez un nuevo, cuando no antagónico, significado: poco después de ser apresados, Zushiô y Anju observan horrorizados los crueles métodos de castigo aplicados a un fugitivo, al que el mismo Sansho marca el rostro con un hierro al rojo vivo, métodos que años más tarde vemos como es el propio Zushiô (Yoshiaki Hanayagi), ya completamente deshumanizado, el encargado de aplicar a cualquier prisionero que intente la fuga. De modo parecido, cuando al principio de la película Zushiô y Anju recogen juncos y ramas para pasar la noche a la intemperie, vemos a los dos hermanos riendo al caer al suelo tras ceder bruscamente la rama de un árbol; un plano y acción que Mizoguchi repite exactamente cuando los dos hermanos deben preparar el lecho de muerte de una prisionera moribunda (fotograma 2), sólo que esta vez el accidente con la rama está lejos de provocar risa alguna en los protagonistas (dando la idea de que la felicidad o la desdicha son a menudo dos caras de una misma moneda). En todo caso, el director utiliza esta acción para reflejar la recuperación de la humanidad por parte de Zushiô, el cual, a través del recuerdo del último instante de felicidad vivido junto a su hermana, toma consciencia de la degradación moral a la que se ha visto abocado y decide huir, con la intención de regresar más tarde para liberar a Anju (Kyôko Kagawa).
 
Previamente a la huida de Zushiô, Anjou tiene conocimiento del terrible destino de Tamaki a través del canto de una joven prisionera recién llegada que narra la trágica historia de la madre recluida como prostituta en la isla de Sado. En una nueva muestra del magnífico uso de las transiciones espacio-temporales de la película, Mizoguchi enlaza el plano de Anjou escuchando entre lágrimas el canto de la joven con las imágenes del intento de fuga de Tamaki. Un recurso que se repite poco después en otra escena que combina de forma magistral horror y belleza: tras la huida de Zushiô, Anjou se suicida sumergiéndose bajo las aguas de un río mientras escuchamos de nuevo el lamento en forma de canto de Tamaki (fotograma 3).
 
Este mismo canto, convertido ya en un himno al amor de una madre hacia los hijos ausentes, será el que acabará reuniendo de nuevo a Zushiô con Tamaki, ciega e inválida, en el emocionante plano final de esta trágica y emocionantísima película, sin lugar a dudas, una de las obras cumbre de lo que Truffaut definió como “cine de la crueldad”.
 
David Vericat
© cinema esencial (noviembre 2013)

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