Si había un director especialmente idóneo para llevar a la pantalla una narración con la tremenda aridez emocional que transmite la novela de la polaca Elfriede Jelinek, ése era el austríaco Michael Haneke; creador igualmente centroeuropeo, su filmografia precedente ya presentaba una fuerte fijación por la insania y el desequilibrio, con sus consecuentes derivadas de violencia y desestructuración (personal, familiar y/o social), articulados en relatos caracterizados por un despojamiento formal elevado: un contexto, pues, ideal para integrar una propuesta como la de La pianista, en