Viento en las velas

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Viento en las velas
Director:
Alexander Mackendrick

Título Original: A High Wind in Jamaica / Año: 1965 / País: Reino Unido / Productora: 20th Century Fox / Duración: 103 min. / Formato: Color - 2.35:1
Guión: Stanley Mann, Ronald Harwood, Denis Cannan (Novela: Richard Hughes) / Fotografía: Douglas Slocombe / Música: Larry Adler
Reparto: Anthony Quinn, James Coburn, Deborah Baxter, Isabel Dean, Nigel Davenport, Gert Fröbe, Lila Kedrova, Dennis Price
Fecha estreno: mayo 1965 (GB) - 26/05/1965 (USA)

“Cuando un hombre es joven y apuesto
espera que el destino le envíe un amor sin lágrimas,
un amor sin fin, mi amor.
Pero cuando la vida pasa y le convierte en hombre
el destino le envía un amor que le cuelga
de un árbol del ahorcado, mi amor”
 
 
En estos tiempos de ridícula aversión a los espoilers (palabro ciertamente de difícil traducción y ya prácticamente adoptada como propia en nuestro idioma) fruto del para mi gusto desmesurado culto a las series de televisión (un formato en el que demasiado a menudo la trama lo es todo y en el que cada vez se cultiva con menos rubor el tan manido recurso del suspense argumental), resulta insólito comprobar cómo las estrofas de la canción que abre Viento en las Velas nos desvelan sin ningún miramiento el trágico desenlace de esta formidable película de aventuras. No sólo eso, sino que las palabras de la bellísima tonada de Mike LeRoy describen perfectamente el tema principal de la película, que no es otro que el del ‘poder destructivo de la inocencia’ (una cuestión presente en prácticamente toda la filmografía de Mackendric, tal como ya señalé en la reseña de la divertidísima El quinteto de la muerte).
 
Al son de la música de Larry Adler, la película arranca con las imágenes de un mar embravecido (un inicio prácticamente idéntico al de Los contrabandistas de Moonfleet, de Fritz Lang, título con el que el film de Mackendric guarda no pocos puntos en común) a causa de un violento huracán que asola la isla en la que vive el matrimonio Thornton (Nigel Davenport y Isabel Dean) junto a sus cinco hijos. Será en el sótano de la frágil vivienda, adonde la familia desciende para refugiarse de la tormenta, donde seremos testigos del primer episodio en el que Mackendrick pone en evidencia su peculiar mirada sobre el mundo infantil: mientras los padres observan horrorizados el ritual contra los malos espíritus que un grupo de indígenas está llevando a cabo (fotograma 1 - magnífico el detalle de ubicar la ceremonia en la parte subterránea de la vivienda de los Thornton, elocuente imagen de un mundo pagano que subyace bajo la férrea voluntad evangelizadora de los colonos), los más pequeños contemplan entre curiosos y familiarizados el rito que está a punto de culminar con el sacrificio de una gallina (“Es un hechizo contra los estupis”, explica con toda naturalidad una de las hijas a su asombrado padre cuando éste trata de impedir la macabra ofrenda). Consternados por el comportamiento de los hijos (un sentimiento que se agrava cuando, pasada la tormenta, la madre les sorprende bailando alegremente en un charco justo después de haber descubierto el cadáver de uno de los sirvientes), los padres deciden enviarles “a una escuela decente en Inglaterra” en donde puedan recibir “la educación adecuada”. Un proyecto que se verá fatalmente truncado cuando los jóvenes protagonistas caigan accidentalmente a manos del pirata Chávez (Anthony Quinn) después del abordaje del velero que les había de transportar hacia el mundo civilizado.
 
Personaje absolutamente memorable y conmovedor (realzado por la magistral caracterización de Quinn), Chávez se sitúa en un espacio intermedio entre la inconsciente inocencia de los más pequeños y la vileza e hipocresía del mundo civilizado, representado en primer término por el capitán del velero (Kenneth J. Warren), dispuesto a sacrificar la vida de sus jóvenes pasajeros antes que revelar a los piratas la ubicación del dinero que transporta (“¿Qué clase de hombre es? ¡Un asesino!”, le espeta atónito el protagonista a su prisionero después verse obligado a  ordenar disparar contra el camarote en donde se encuentran los pequeños rehenes – no sin antes haberse asegurado de que éstos permanezcan agachados para no sufrir ningún daño). Chávez es, en definitiva, el eslabón perdido entre dos mundos antagónicos: un sujeto que se niega a regirse por las perversas normas de “la moral y el orden” del mundo civilizado pero que tan solo puede atisbar la propia inocencia perdida a través de los ojos de la pequeña Emily (Deborah Baxter), tal como advertimos en la espléndida secuencia en la que el protagonista irrumpe a bordo del velero en el momento del abordaje y entrecruza por primera vez su mirada con la de la joven (fotograma 2 - un cruce de miradas que se irá repitiendo – y evolucionando - a lo largo de la película).
 
A partir de la inesperada presencia de los jóvenes pasajeros en el barco pirata (en el que los niños se embarcan como en un juego, sin que Chávez se dé cuenta hasta encontrarse ya en alta mar), el poder destructivo de la inocencia se pone en marcha de manera inexorable y lo que prosigue al principio como un juego, ante la atónita mirada de Chávez (“¿Qué creéis que es esto? ¡Este es un barco serio!”) y su fiel contramaestre Zac (James Coburn), acabará virando hacia un escenario de trágicas consecuencias presagiadas por sucesivos episodios en los que la incauta tripulación observa con estupor cómo los pequeños rehenes acaban convirtiéndose en una auténtica amenaza para su propia subsistencia: la pequeña Laura (Karen Flack), con la melena sobre el rostro, simulando ser un “estupi”, ante la mirada atemorizada del cocinero oriental; Emily, postrada en un sarcófago, jugando a representar un funeral marino (“¡Os burláis de la religión!”, les recrimina Chavez desconcertado, “¡No me gusta, no es bueno!” – fotograma 3); y, por supuesto, el episodio en el que, después de provocar que el mascaron del barco caiga al mar, una de las pequeñas toma el busto que Zac acaba de recuperar (fotograma 4 - magnífico el plano del inquietante rostro de madera sobre la cubierta) y desfila con el mascarón por cabeza, ante la aterrada mirada de los piratas (fotograma 5).
 
“Secuestraron a siete niños. Los degollaron y los arrojaron al mar”, le advierte la dueña del prostíbulo en Tampico (Lila Kedrova) a Chavez acerca de falsas acusaciones que corren sobre su persona cuando éste se dispone a dejar a los pequeños en tierra. Una leyenda negra que acabará con el protagonista en el banco de los acusados, desde el que cruzará una última mirada llena de amor, perdón, reconocimiento y compasión con la joven Emily, justo antes de ser conducido ante el patíbulo (fotograma 6).
 
David Vericat
© cinema esencial (abril 2015)

VÍDEOS: 
Trailer (V.O.I.)