Título Original: King Kong / Año: 1933 / País: Estados Unidos / Productora: RKO Radio Pictures / Duración: 100 min. / Formato: BN - 1.37:1
Codirector: Ernest B. Schoedsack / Guión: James Ashmore Creelman, Ruth Rose (Idea: Edgar Wallace) / Fotografía: Eddie Linde, Vernon L. Walker, J.O. Taylor / Música: Max Steiner
Reparto: Fay Wray, Robert Armstrong, Bruce Cabot, Noble Johnson, James Flavin, Sam Hardy, Frank Reicher
Fecha estreno: 02/03/1933 (New York) - 07/04/1933 (USA)
De entre las grandes imágenes icónicas que nos ha legado la fábrica de sueños no cabe ninguna duda que una de las más célebres es la del gran gorila encaramado a la cima del Empire State con la que culmina King Kong (fotograma 1). No sólo por la extraordinaria audacia plástica de la imagen por sí misma, sino también por su capacidad de plasmar visualmente uno de los temas principales de la película. En palabras de José María Latorre: “King Kong muestra que no existe civilización que no viva bajo el influjo del pánico. Denham y los suyos se alejan de una sociedad que vive presa del pánico para encontrarse dentro de otra sociedad que también vive dominada por él. Los miedos de la sociedad opulenta de King Kong son los miedos propios de una civilización en crisis (la película se rodó en plena depresión económica tras el fatídico crack de 1929 - 1); los miedos de la sociedad primitiva de la isla malaya son de origen religioso: los indígenas viven sometidos a un dios (Kong) al que hacen ofrendas humanas y a quien intentan mantener alejado mediante una empalizada. Los dos miedos tiene en su base al gigantismo: la sociedad norteamericana con sus rascacielos; la sociedad primitiva con su alta empalizada y el gigantesco gorila” (2). Con esta premisa apuntada por Latorre, la idea de reunir en una misma imagen los símbolos de los respectivos miedos (el Empire State, como imagen del pánico económico; el gran gorila, como la del terror religioso) resulta tan oportuna como brillante, al tiempo que nos ofrece uno de los más extraordinarios desenlaces de la historia del cine fantástico.
Por supuesto, es obligado mencionar también la idea temática en torno al mito de la bella y la bestia, aquí atribuido, antes que a sus diversas versiones en forma de narraciones escritas, a un supuesto proverbio árabe (del que no he podido corroborar su autenticidad) citado al inicio de la película: “Y la bestia contempló el rostro de la bella y su mano no mató; y desde aquel día fue como si hubiera muerto”. Pero cabe apuntar que esta idea se integra en la película más como parte del engranaje argumental que como planteamiento temático, de ahí que sea mencionada (y por tanto, puesta en evidencia) en múltiples ocasiones por el propio protagonista, el director de cine Carl Denham (Robert Armstrong), ya desde el inicio de la película (su idea inicial es recrear el mito enfrentando a la heroína de su película con el monstruo desconocido) y hasta su desenlace final, con sus palabras ante el cuerpo sin vida del monstruo: “No fueron los aviones. La bella mató a la bestia”.
Kink Kong, por tanto, no es tanto la recreación del mito de la bella y la bestia, como la historia de una posible recreación de dicho mito. Visto desde este punto de vista, el planteamiento cobra mayor interés si se tiene en cuenta que esa posible recreación viene de la mano de un director de cine norteamericano (es decir, sujeto a las leyes del mercado, como él propio protagonista se encarga de recordar al inicio de la película al lamentarse de la obligación de incorporar una cara bonita a su proyecto) y se observa el trágico desenlace de la historia: al contrario de lo que sucede en las múltiples versiones del cuento, el mito, en manos de las zafias manos de la fábrica de sueños, queda destruido después de haber sido extraído de su hábitat natural y burdamente expuesto como vulgar atracción de feria. Como escribe Latorre: “en King Kong, la cámara y la actriz, representantes del mundo del cine, son un medio de domesticar las realidades más extrañas; el cine es una adormidera. Denham filma las ceremonias indígenas para civilizarlas, para ofrecerlas como objeto de consumo”.
Pero más allá de apuntes temáticos y referencias míticas (o más acá, y quizá por encima de todo, de ahí su enorme popularidad) King Kong es una formidable muestra del género fantástico que puede disfrutarse hoy en día con el misma goce que en la fecha de su estreno (mucho más teniendo en cuenta las desdeñables revisiones que ha sufrido la película), tanto por la originalidad de su propuesta como por la tremenda efectividad de sus preciosos efectos especiales. Su máximo artífice fue el dibujante Willis O’Brien (del que sería discípulo el gran Ray Harryhausen, llevando hasta su máxima expresión la técnica de la animación plano a plano por éste iniciada), responsable unos años atrás de los efectos especiales de El mundo perdido (1925) y al cual, según explica Latorre, “la experiencia le marcó profundamente, hasta el punto de pensar en perfeccionarla en otra película. O’Brien pintó un cuadro, en colaboración con Byron Crabbe, en el que mostraba a un gorila gigante atacando en la selva a unos cazadores, y Merian C. Cooper tuvo la primera idea sobre lo que sería King Kong viendo el mencionado cuadro. (…) Para los curiosos”, prosigue Latorre, “cabe recordar que el decorado de Skull Island, reino del dios Kong, fue creado por O’Brien a partir de la pintura de Arnold Blöcklin La isla de los muertos” (fotograma 2) (3).
Fruto de la asombrosa inventiva visual de O’Brien y sus colaboradores, y de la mano de la eficaz puesta en escena de Cooper y Schoedsack (este último responsable un año antes de la también sensacional El malvado Zaroff), permanecen para el recuerdo un puñado de momentos que ya han pasado por mérito propio a la historia del cinematógrafo: el plano de la bella Ann Darrow (Fay Wray) en el altar de ofrendas esperando la llegada del monstruo (fotograma 3); la imagen de Kong adentrándose en su territorio con Ann en sus garras, desvelando ante el espectador “un universo insólito, de gran belleza plástica” y que “recuerda a los grabados de Mar Ernst y Gustavo Doré” (4); los sucesivos enfrentamientos de Kong con los monstruos prehistóricos que salen a su paso (especialmente su primera gran pelea con un gran saurio, que culmina con el gorila casi jugando con las fauces de su enemigo ya derrotado); la insólita secuencia en la que Kong la va quitando parte de su vestido a la bella (una imagen de no poco voltaje erótico para la época – fotograma 4); la imagen del monstruo encadenado para ser exhibido en un gran escenario de Broadway; y, por supuesto, la ya citada secuencia final de Kong luchando contra los aviones desde lo más alto de una civilización que recreaba un terror sobrenatural para evadirse aunque solo fuera por un momento del cataclismo en el que estaba sumida.
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(1) El paréntesis es mío
(2, 3 y 4) José María Latorre: El cine fantástico (Dirigido Por)
David Vericat
© cinema esencial (enero 2018)
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