Título Original: Touch of Evil / Año: 1958 / País: Estados Unidos / Productora: Universal Pictures / Duración: 108min. / Formato: BN - 1.85:1
Guión: Orson Welles (Novela: Whit Masterson) / Fotografía: Russell Metty / Música: Henry Mancini
Reparto: Charlton Heston, Janet Leigh, Orson Welles, Marlene Dietrich, Joseph Calleia, Akim Tamiroff, Dennis Weaver, Ray Collins, Mercedes McCambridge, Joseph Cotten, Zsa Zsa Gabor
Fecha estreno: 23/04/1958 (Los Angeles, California)
No he podido recuperar una entrevista en la que Orson Welles justificaba el célebre plano-secuencia inicial de Sed de mal por la voluntad de poner a prueba la destreza de los técnicos del estudio: “Quise comprobar si serían capaces de resolver toda la escena en una sola toma”, venía a decir el director al ser preguntado por las motivaciones de la secuencia en cuestión. Más allá de la evidente boutade (recurso al que el director era gran aficionado), resulta difícil no ver en la dirección de la película una indisimulada voluntad manierista por parte de Welles, materializada no solo en la (en cualquier caso) magnífica escena inicial (fotograma 1), sino en buena parte de su metraje, tanto a nivel de puesta en escena (iluminación expresionista, focales deformantes, angulaciones forzadas), como a través de unas actuaciones que en muchos casos rozan lo guiñolesco (especialmente las del desquiciado Joe Grandi - Akim Tamiroff – y sus secuaces, o la del inquietante encargado del motel - Dennis Weaver). Un poco como si, consciente de encontrarse ante la última oportunidad de rodar para una gran productora, Welles quisiera con Sed de mal aprovechar todas las posibilidades con que ya no iba a poder contar a partir de entonces para echar el resto en el que había de ser su despedida de la fábrica de sueños hollywoodiense. (Escribí algo parecido en las reseñas de La noche del cazador y Rumble Fish, películas con las que Sed de mal guarda un cierto parentesco formal, y cuyos directores se encontraban en una situación parecida a la de Welles: Laughton ante la que sería su única obra como director; Coppola con el que para mí fue su último trabajo como verdadero autor).
Quizá por esta razón, en Sed de Mal todo pasa muy deprisa: tras el atentado inicial y la presentación de los tres personajes principales reunidos en torno a los restos del automóvil explosionado (Mike y Susan Vargas - Charlton Heston y Janet Leigh - y el policía Hank Quinlan – Orson Welles) Susan es conducida por la fuerza ante el mafioso Joe Grandi, quien le amenaza con represalias por la detención de su hermano por parte de Vargas; casi simultáneamente, Mike sufre el ataque fallido a cargo de uno de los hombres de Grandi, mientras que Quinlan aprovecha la cercanía del lugar del atentado para, atraído por la familiar melodía de una vieja pianola, regresar al bar de Tanya (Marlene Dietrich), un garito en el que el policía acudía a emborracharse para llorar la muerte de su esposa años atrás (y en donde, se sugiere, forjó una estrecha relación con la dueña del local – fotograma 2). A partir de ahí, los acontecimientos siguen desarrollándose a velocidad vertiginosa: el interrogatorio del sospechoso Sánchez (Victor Millan); el hallazgo de los cartuchos de dinamita que lo inculpan (y la constatación por parte de Vargas de que la prueba ha sido manipulada por el corrupto Quinlan); la emboscada de los sicarios de Grandi a Susan, recluida en el solitario motel; el asesinato de Grandi a manos de Quinlan… Este abigarramiento provoca la inevitable sensación de encontrarnos más ante un extenso catálogo (deformado hasta el paroxismo) de personajes y situaciones característicos del género que ante una simple muestra del mismo. De asistir, en definitiva, a un genial tour de force en el que Welles parece querer poner de manifiesto su potente personalidad creadora por encima de los códigos de un género que el director se empeña en doblegar y manipular a su antojo, lo que redunda finalmente en la imposibilidad de evitar cierta sensación de artificio ante la forzada genialidad de la propuesta.
Todo ello no es óbice para afirmar que nos encontramos ante un ejercicio de indudable atractivo, tanto desde el punto de vista formal como por la osadía de algunos de sus planteamientos temáticos y argumentales: el conflicto fronterizo personificado en el enfrentamiento entre Quinlan y Vargas (“Volvamos a la civilización”, le espeta el orondo policía a sus oficiales después de atravesar la frontera para investigar el atentado); la atmósfera asfixiante que domina la mayor parte de los escenarios en los que se desarrollan los acontecimientos (las calles abarrotadas de gente, los ruidosos tugurios, los arrabales dominados por gigantescas perforadoras petrolíferas, los riachuelos de aguas putrefactas, los apartamentos en los que se percibe el calor sofocante y, por supuesto, el inhóspito motel en el que Susan es atacada por los hombres de Grandi – imposible no pensar en otro célebre motel en el que tomaría su última ducha otro personaje interpretado por la propia Janet Leigh apenas dos años después…); la velada historia de amor entre Quinlan y Tanya (secuencias que contienen los momentos más contenidos de toda la película); o la relación de sumisión/admiración del sargento Pete Menzies (Joseph Calleia) hacia su superior Quinlan (“Se llevó una bala que me estaba destinada”, le confiesa a Susan el oficial, al que poco después veremos observar apesadumbrado a través de una ventana a Quinlan dejándose convencer por Grandi para unir sus fuerzas contra Vargas – fotograma 3), son algunos de los elementos que permiten disfrutar de Sed de mal al margen de su tono en ocasiones un tanto desmesurado (véase el momento en que Susan descubre el cadáver de Grandi, con los enormes ojos abiertos cual monstruo de feria para provocar el consiguiente sobresalto en el espectador - fotograma 4).
Queda igualmente en la memoria la magnífica secuencia final en la que Vargas consigue desenmascarar a Quinlan siguiéndole con un magnetófono para grabar su confesión a través del micrófono oculto que lleva Pete. “Léeme el futuro”; “No tienes futuro. Tu futuro se acabó”, la augura Tanya justo antes de que su fiel subordinado logre hacerle salir del viejo bar adónde el policía ha acudido a refugiarse. La penitencia de Quinlan tomará forma en su particular descenso a los infiernos, atravesando la noche entre pozos petrolíferos y puentes ruinosos hasta acabar hundiendo su enorme figura en el agua putrefacta de un sucio lodazal (fotograma 5).
David Vericat
© cinema esencial (diciembre 2017)
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Comentarios
Policial para mi gusto ni ni,
Así es, José Miguel. Welles