Título Original: The Scarlet Empress / Año: 1934 / País: Estados Unidos / Productora: Paramount Pictures / Duración: 110 min. / Formato: Color - 1.37:1
Guión: Josef von Sternberg / Fotografía: Bert Glennon / Música:W. Franke Harling, John Leipold
Reparto: Marlene Dietrich, John Lodge, Louise Dresser, Sam Jaffe, C. Aubrey Smith, Gavin Gordon
Fecha estreno: 09/05/1934 (Londres)
“Hace unos siglos, en un rincón del Reino de Prusia, vivía una pequeña princesa elegida por el destino para convertirse en el mayor monarca de su época: Zarina de todas las Rusias, la conocida como Mesalina del Norte”
Inspirada muy libremente los diarios de Catalina II de Rusia (1729-1796), The Scarlett Empress es, todavía hoy, una obra que sorprende por la audacia y radicalidad de sus planteamientos estéticos. Una película de un barroquismo expresionista que deriva en cuadros casi guiñolescos, de escenarios recargados recorridos por interminables travellings y fastuosos movimientos de grúa en los que lo grotesco y la desmesura construyen una atmósfera de pesadilla, a ratos terrorífica y a ratos hilarante, y en la que Sternberg nos ofrece además la que es, desde mi punto de vista, la mejor actuación de una Marlene Dietrich que consigue transmitir a la perfección la evolución de su personaje, desde la cándida ingenuidad de la joven princesa obligada a contraer matrimonio con el Gran Duque de Rusia, “el hombre más apuesto de toda la corte rusa, esbelto y con la constitución de un dios griego” (la mirada expectante, de ojos enormes, intentando descubrir entre la inmensidad de las estancias palaciegas la figura del que habrá de convertirla en Zarina, deviniendo finalmente atónita ante la presencia del monstruoso heredero – fotograma 1), hasta la calculada perversidad con la que actuará una vez en el poder (“No temáis por mí. Ahora que he aprendido como espera Rusia que me comporte estoy a gusto aquí”).
Ya desde el inicio de la película Sternberg hace alarde de una potencia visual abrumadora: convaleciente en cama, y después de protestar tímidamente por los planes de sus padres sobre su futuro (“No quiero ser una reina. Quiero ser bailarina”), la joven princesa escucha de uno de sus tutores, como si de un cuento infantil se tratara, la narración de las atrocidades cometidas por los zares Pedro el Grande e Iván el Terrible, episodios que vemos recreados a través de un carrusel de estilizadas imágenes de la barbarie que culminarán con el plano de un cautivo utilizado como badajo de una enorme campana que Sternberg encadena con la imagen de la joven princesa columpiándose alegremente en el jardín de palacio (elocuente imagen del inexorable destino de violencia al que se va a ver condenada la protagonista).
Después de un largo y duro viaje de la mano del emisario de Rusia, el apuesto conde Alexei (John Lodge), la princesa Sofía llega ante la emperatriz Elizabeth Petrovna (Louise Dresser), con cuyo sobrino, el repulsivo e idiota Duque Pedro (Sam Jaffe), la protagonista debe casarse para asegurar la continuidad de la dinastía. A partir de la llegada de Sofía a palacio, los episodios grotescos, casi delirantes, se suceden sin tregua: desde la inspección física de la joven princesa (a quien un médico revisa sin ningún miramiento y ante todos los presentes el aparato genital para descartar cualquier posible inconveniencia), hasta la nauseabunda escena del banquete de boda (un espectacular travelling a lo largo de una mesa rebosante de comida que los comensales devoran sin ningún comedimiento - y que hace pensar inevitablemente en una escena muy parecida de Avaricia, de Stroheim – fotograma 2), pasando por momentos tan alucinantes como el del Duque Pedro espiando a la protagonista en su alcoba a través de un orificio en la pared que hace con la ayuda de un gigantesco berbiquí (que dará lugar a uno de los planos más fascinantes de la película, el de la protagonista observando alucinada la imagen del ojo del personaje de un cuadro perforada por la punta del enorme taladro – y aquí es obligado mencionar también al Buñuel de Un chien andalou – fotograma 3).
Todas las secuencias son un verdadero prodigio de planificación y escenográfico: el gigantesco trono con forma de águila de la Emperatriz; la secuencia de la boda de Sofía con el Gran Duque, iniciada con un portentoso movimiento de cámara que parte de un plano de la Emperatriz en su palco para sobrevolar el espacio hasta el altar, y que culminará con una extraordinaria cadencia de planos cada vez más cerrados de las furtivas miradas que se cruzan el conde Alexei y la princesa Sofía (a partir de este momento, rebautizada como Catalina Alexina); las inmensas puertas y escalinatas de barandas formadas por un ejército de siniestras gárgolas (fotograma 4); los planos de la princesa a través de un velo o de un cortinaje produciendo un sugerente efecto de trama (sugiriendo temor, reserva o reclusión, según el momento); Catalina abrazando al teniente Dmitri (Gerald Fielding) y, al dejar caer el broche del conde Alexei (despechada después de sorprenderle en la alcoba de la Emperatriz), el encadenado con el plano de las campanas tañendo para celebrar el nacimiento del bastardo heredero (imposible narrar más y mejor de manera más simple y efectiva); las impresionantes imágenes del ejército fiel a la Emperatriz Catalina ascendiendo las escalinatas de palacio para tomar el poder tras la muerte de Elizabeth Petrovna (fotograma 5); o el asesinato del Gran Duque a manos del Capitán Orloff (Gavin Gordon), acción que queda oculta tras la negra silueta de un gigantesco crucifijo; son sólo algunos de los muchos momentos de este auténtica obra maestra que Sternberg nos ofrece con la formas de un deslumbrante y arrollador festín visual.
David Vericat
© cinema esencial (septiembre 2016)