La ronda

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Director:
Max Ophüls

Título Original: La ronde / Año: 1950 / País: Francia / Productora: Films Sacha Gordine - Janus Film /  Duración: 95 min. / Formato: BN - 1.37:1
Guión: Max Ophüls, Jacques Natanson (Obra: Arthur Schnitzler) / Fotografía: Christian Matras / Música: Oscar Straus
Reparto: Anton Walbrook, Simone Signoret, Serge Reggiani, Simone Simon, Daniel Gelin, Danielle Darrieux, Fernand Gravety, Odette Joyeux, Jean-Louis Barrault, Robert Vattier, Gerard Philipe, Isa Miranda
Fecha estreno:  27/08/1950 (Venice Film Festival) / 27/09/1950 (Francia)

Que Ophüls es una de los más grandes formalistas de la historia del cinematógrafo es algo que se puede corroborar con cualquiera de sus películas, pero quizá más que en ninguna en esta formidable traslación a la pantalla de la obra teatral de Arthur Schnitzler, cuyo periplo en los escenarios, desde el momento de su publicación hasta finales del siglo pasado fue poco menos que accidentado: escrita en 1897 pero no publicada hasta 1903, fue el propio autor el que impidió su representación teatral hasta después de 1918 debido a los virulentos atraques que sufrió el texto por su contenido sexual, cuando “la relajación de las normas de la censura y las costumbres cambiantes tras la Primera Guerra Mundial lo convencieron de autorizar producciones más o menos simultáneas en Viena y Berlín en el invierno de 1920-1921”. Sin embargo, “el éxito inicial de la obra se convirtió en un desastre cuando saboteadores organizados perturbaron el normal desarrollo de las representaciones con bombas fétidas” provocando que “el director y los actores responsables de la producción en Berlín acabaran siendo procesados por obscenidad”. La absolución de los acusados no impidió la reacción furibunda de Schnitzler, prohibiendo cualquier futura producción de la obra, “una prohibición que su hijo Heinrich mantuvo en vigor hasta 1982” (1).
 
No es extraño, en este contexto, que la obra de Schnitzler (Reigen, en su título original en alemán) sea hoy en día mayormente conocida por el título en francés del film de Ophüls, La Ronde, por cuanto se erigió en una de las pocas adaptaciones (si no la única, aunque en este caso a la pantalla cinematográfica) del texto teatral durante los casi sesenta años de prohibición impuestos por el propio autor.
 
Pero retomemos la idea sobre el virtuosismo formal de que Ophüls hace gala en su aproximación al texto de Schnitzler. No cabe duda de que la peculiar estructura narrativa de la obra original (el encadenamiento de escenas amorosas entre personajes que van pasando de una pareja a otra) ofrecía un escenario ideal para la característica puesta en escena del director a base de larguísimos planos de seguimiento facilitando tanto el movimiento interno de los personajes (en sus cambiantes relaciones con sus respectivas parejas) como la transición entre los diferentes episodios (hasta diez) que componen la obra. Algo que queda claramente patente en el extraordinario plano secuencia inicial (de casi cinco minutos de duración), en el que el narrador (Anton Walbrook – un personaje que no aparece la obra original y que se erige como uno de los grandes aciertos de la adaptación realizada por Ophüls y su coguionista, Jacques Natanson) se presenta a sí mismo (“¿Y yo, quien soy en esta historia? ¿El autor? ¿Un cómplice? ¿Un transeúnte? Soy todo eso”), interpelándonos a nosotros como espectadores activos de la película (“En fin, soy cualquiera de vosotros. Yo soy… la encarnación de vuestro deseo”) e introduciéndonos en el escenario espaciotemporal de la misma mediante un asombroso movimiento de cámara en el que no faltan los primeros guiños metalingüísticos (“¿Dónde estamos? ¿En un escenario? ¿En un estudio? ¿En una calle?”, se pregunta el narrador mientras camina entre focos y decorados – fotograma 1) y que, sirviéndose únicamente de elegantísimos cambios de iluminación y efectos sonoros, nos hace retroceder en el tiempo (“Estamos en Viena, en 1900”), pasar del frio invierno a la calidez de la primavera (“Brilla el sol. Es primavera”) y del luminoso día al lánguido atardecer (“Es la hora de empezar la ronda. Es la hora tranquila en que muere el día”) para dar paso a la primera de las historias con la mágica aparición de la prostituta (Simone Signoret) en el tiovivo que vemos girando sin parar a espaldas de nuestro anfitrión (fotograma 2).
 
Podrá argumentarse que esta exaltación formal de Ophüls, tan característica del elegantísimo estilo del director, va en detrimento de los aspectos más corrosivos de la obra original de Schnitzler (que, sin ir más lejos, materializa las transiciones entre los amantes con el contagio de la sífilis que se van pasando de uno a otra; algo que no está presente en la película) y es que, ciertamente, parece indudable que el propósito de Ophüls es, no tanto incidir en la visión más cáustica del autor vienés, como, a través de una mirada de tono aparentemente más ligero, reflejar las diferentes relaciones entre los personajes (y los mecanismos de deseo, poder, sumisión o dependencia que las condicionan) por medio de una puesta en escena que utiliza en cada uno de los episodios algún recurso (ya sea un movimiento de cámara, una determinada composición de imagen, un elemento escenográfico o un efecto de iluminación) que va a explicitar cada una de las situaciones.
 
Así, mientras en La muchacha y el soldado un largo travelling de ida y regreso que se repite hasta tres veces recrea la azarosa vida de la prostituta que seduce a un soldado (Serge Reggiani), en El soldado y la señorita (Simone Simon) ese mismo recurso del travelling se plantea entre la tupida vegetación del jardín por el que vemos paseando a la pareja (sugiriendo las turbias intenciones del militar); y en La criada y el joven (Daniel Gélin) los planos y contraplanos angulados y la obsesiva presencia de barrotes y rejas reflejan el extrañamiento y la distancia que separa a la doncella del joven burgués al que sirve (fotograma 3) En el siguiente episodio, El joven y la mujer casada (Danielle Darrieux), la presencia de los espejos en el apartamento en el que los dos amantes se dan cita sugiere la idea de una realidad paralela (en este episodio, además, se nos ofrece uno de los gags más felices de la película, aquél en el que el atasco de la manivela con la que el narrador hace girar incesantemente el tiovivo con el que nos presenta los distintos episodios se corresponde con el gatillazo del joven Alfred en su intento consumar su relación con la joven esposa); y en La joven esposa y su marido (Fernand Gravey) vemos al matrimonio en el dormitorio, en una secuencia que destaca por la simetría de la composición de todos sus planos y en el que las camas se nos presentan como si de dos tumbas se trataran (fotograma 4). En El marido y la pequeña (Odette Joyeux) la composición en planos fijos frontales y el uso de títulos que segmentan la velada de la pareja en el reservado de un restaurante nos recuerdan las formas de una opereta de enredo, mientras que en el episodio de La pequeña y el poeta (Jean-Louis Barrault) la distancia intelectual entre la pareja se plasma en este caso situando a los dos personajes a dos niveles de la estancia (el poeta en el piso superior del apartamento y la joven en el inferior del mismo). En el siguiente episodio, El poeta y la actriz (Isa Miranda) se recupera el elemento de los espejos (los del camerino en el que se encuentra la pareja) para reforzar la idea del artificio en el que se mueven los personajes (“El teatro es terrible, ¡sabemos de antemano qué vamos a decirnos!” – fotograma 5); y en el penúltimo episodio, La actriz y el conde (Gérard Philipe), Ophüls sitúa al personaje masculino primero como privilegiado espectador de la obra que su amante representa para él en su alcoba (él sentado a cierta distancia de la cama en la que ella se encuentra) hasta que, con la invitación de la actriz a que el conde se acerque a su lecho, éste acaba traspasando la cuarta pared para convertirse en apasionado intérprete de la escena amorosa que presenciamos… hasta el momento en el que (nuevo gag metalingüístico de la película) el narrador interrumpe la escena cortando literalmente el trozo de película en el que, se supone, debíamos ser testigos de los momentos más fogosos del encuentro (fotograma 6).
 
Después de este alarde formal, llegamos al episodio que cierra el círculo: tras una noche de juerga, el conde se despierta en la alcoba de la prostituta y, pasado el extrañamiento por no poder recordar cómo ha ido a parar hasta allí, queda embelesado por la mirada de Léocadie, a la que únicamente acierta a pedir que le permita besar sus ojos antes de abandonar la estancia atravesando en silencio el decorado en el que se iniciaba la película. Un cierre que nos deja un profundo e insondable sentimiento de emoción que acaba aflorando de manera casi imperceptible en las formas solo aparentemente ligeras de este fascinante tiovivo de las pulsiones amorosas.
 
David Vericat
© cinema esencial (febrero 2017)
 
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(1) El que siembra, recoge. El manuscrito perdido de La Ronda de Schnitzler y otras parodias olvidadas, Leo A. Lensing. Revista de libro

 
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