La sal de la tierra

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J. Biberman
Director:
Herbert J. Biberman

Título Original: Salt of the Earth / Año: 1954 / País: Estados Unidos/ Productora: Independent Productions / Duración: 94 min. / Formato: BN - 1.33:1
Guión: Michael Wilson / Fotografía: Stanley Meredith, Leonard Stark / Música: Sol Kaplan
Reparto:Juan Chacón, Will Geer, Rosaura Revueltas, Mervin Williams, Frank Talavera, Clinton Jencks, Virginia Jencks
Fecha de estreno: 14/03/1954

Si algún plano puede resumir las muchas virtudes de La sal de la tierra, no puede ser otro que el del rostro de Esperanza (Rosaura Revueltas) inundando de dignidad la pantalla al final de esta extraordinaria película insólitamente parida en la reaccionaria Norteamérica de la década de los cincuenta (fotograma 1). Reconocida como la única obra incluida en la lista negra del Comité de Actividades Antiamericanas, La sal de la tierra se gesta de hecho como respuesta de un grupo de cineastas, con el director Herbert J. Biberman a la cabeza, que, ante la prohibición de poder trabajar en Hollywood (por su supuesta afinidad con el partido comunista), se unen para hacer la película más pro-comunista posible en señal de protesta y para ajustarse al "crimen" por el cual habían sido acusados. Y a la vista de los resultados, a buena fe que lo consiguieron; y no sólo una obra absolutamente radical en sus planteamientos desde el punto de vista de las reivindicaciones obreras, sino uno de los más bellos y contundentes alegatos feministas de la historia del cinematógrafo. Pero además, y ahí radica otro de los grandes méritos de la película, La sal de la tierra es una obra con una puesta en escena admirable, de una fuerza y lirismo en sus imágenes que nos recuerdan al John Ford de ¡Qué verde era mi valle! o al Einsestein de La Huelga. No en vano, tras un largo periodo de censura (la película se llegó a estrenar en 1954 pero no fue exhibida en Estados Unidos hasta 1965) y de represalias sobre buena parte del equipo artístico (Rosaura Revueltas, sin ir más lejos, fue acusada de comunista y deportada a Méjico), fue seleccionada entre las 400 grandes películas de la historia del cine norteamericano por el American Film Institute e incluida en la National Film Registry de la Biblioteca del Congreso en 1992.
 
Es La sal de la tierra una película de rostros (espléndidamente fotografiados por Stanley Meredith y Leonard Stark, dos operadores que, a tenor de su exigua filmografía posterior, debieron sufrir igualmente las represalias del Comité y a los que cabe también rendir homenaje), que se condensan, como ya he dicho, en el de la bella (en el sentido más puro del término) Esperanza. Ella personifica todos los sentimientos de cada uno de los miembros del pequeño pueblo minero de Nuevo Méjico en el que transcurre la acción. Un pueblo, nos cuenta la protagonista, antes llamado San Marcos y rebautizado con el infecto nombre de Zinctown (haciendo referencia al mineral que se extrae de sus minas) tras la llegada de los anglos. En el rostro de Esperanza contemplamos la desesperación, pero también la determinación, la fuerza, la rebeldía y finalmente el empoderamiento de un colectivo, el de las mujeres trabajadoras, que pocas veces como en esta película ha visto reivindicados sus derechos y su dignidad con tanta radicalidad y contundencia. Lo vemos ya en el plano de esas mujeres, de pie en una de las laderas que se asoman a la mina, apoyando en silencio a los mineros que deciden parar de trabajar como protesta al enésimo accidente a causa de las pésimas condiciones de trabajo. La secuencia es magnífica: tras unos eternos segundos de tensión entre el encargado y los trabajadores, y con la mirada como única indicación del acuerdo, uno de los mineros detiene la maquinaria (el estruendo da paso al silencio), momento en el que los hombres alzan sus rostros (fotograma 2) para ver a sus esposas, pancartas en mano, respaldando la protesta (fotograma 3).
 
De hecho, la lucha de las mujeres es en un doble frente y, por tanto, mucho más ardua que la de los mineros: no sólo contra los propietarios de la mina, sino también contra la educación machista de sus propios maridos, que ven como una humillación el hecho de que sus esposas abandonen el papel de ‘amas de casa’ para unirse a su protesta. Un ingenioso giro argumental provocará la capitulación de los huelguistas ante sus mujeres: cuando la propiedad consigue una resolución judicial prohibiendo a los mineros que formen piquetes (la única arma de los trabajadores para evitar que los esquiroles hagan fracasar la huelga), las mujeres proponen que sean ellas las que prosigan con los piquetes, amparándose en el hecho de que la ley cita únicamente a ‘los mineros’ en su prohibición.
 
La situación se traspone: ahora son los mineros los que contemplan a sus mujeres formando parte de los piquetes; ellas las que se enfrentan a las cargas de las fuerzas represoras y las que acaban arrestadas como cabecillas de la protesta. Y en este proceso, Esperanza consigue por fin plantarse ante su marido, Ramón (Juan Chacón), y unirse a la protesta: testigo del ataque policial a sus compañeras, deja su bebé recién nacido en manos de su marido y acude en defensa de las piqueteras para desarmar de un zapatazo a uno de los policías que las ataca. Es la imagen de una Esperanza por fin empoderada y decidida a luchar por sus derechos como mujer y como trabajadora (fotograma 4).
 
“¿Por qué temes que yo luche a tu lado? ¿Aun crees que puedes tener dignidad si yo no la tengo? ¿Por qué me pides que me quede en mi sitio? ¿Te sientes mejor si hay alguien inferior a ti?”, le espeta con vehemencia Esperanza al salir del calabozo a su derrotado marido. Y ante el gesto impotente de Ramón de ir a bofetearla para acallar su sentencia (“Si no lo entiendes, eres tonto. No puedes ganar esta huelga sin mí”), sus últimas palabras, desafiantes, seguras y llenas de dignidad: “No vuelvas a intentarlo. Nunca más” (fotograma 5).
 
Que una película como La sal de la tierra estuviera prohibida durante más de una década y sus creadores condenados al ostracismo, habla mucho de la pobreza moral y ética de los gobernantes de la potencia que, todavía hoy, dicta el destino de nuestro mundo.
 
David Vericat
© cinema esencial (febrero 2010)
 
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