Título Original: Seven Men from Now / Año: 1956 / País: Estados Unidos / Productora: Warner Bros. Pictures / Batjac Productions / Duración: 78 min. / Formato: Color - 1.85:1
Guión: Burt Kennedy / Fotografía: William H. Clothier / Música: Henry Vars
Reparto: Randolph Scott, Gail Russell, Lee Marvin, Walter Reed, John Larch, Fred Graham, Don 'Red' Barry, John Beradino, Stuart Whitman, Pamela Duncan
Fecha estreno: 15/07/1956 (Buffalo, New York)
Conviene insistir en la necesidad de rescatar del olvido a Budd Boetticher para reivindicarlo como uno de los grandes autores del western, a la altura (cuando no incluso por encima en algún caso) de los Mann, Ford, Hawks, Walsh o Wellman. Sus películas, especialmente las siete que surgen de la colaboración con su actor fetiche, Randolph Scott (otro nombre injustamente damnificado en la historia del cinematógrafo), no sólo se erigen como títulos esenciales del género, sino que seguramente han resistido el paso del tiempo con mucho más vigor que algunas de las incontestables obras maestras del western. Cabe decirlo: el héroe encarnado por Scott es en muchos casos una figura mucho más cercana desde la perspectiva del espectador contemporáneo que los pétreos personajes que Wayne compuso para Ford y Hawks o que los torturados caracteres de Stewart en los westerns de Anthony Mann, dicho esto sin detrimento de los trabajos de ambos. (Nota al pie: John Wayne, productor del título que nos ocupa, renunció finalmente a interpretar el papel protagonista al tener previamente comprometido el rodaje de Centauros del desierto, eligiendo a Scott para substituirle).
Y entre éstas siete películas (y sin menospreciar títulos estimables como El desertor del Álamo, entre otros en los que no intervino Scott; por no hablar de incursiones en otros géneros como la de La ley del hampa, una de las últimas obras maestras del cine negro), cabe destacar muy especialmente las cuatro escritas por el guionista y también director Burt Kennedy: la presente Tras la pista de los asesinos (para mí, su obra cumbre), a la que siguieron Los cautivos, Cabalgar en solitario y Estación Comanche. Un auténtico póker de obras maestras que inciden de manera obsesiva sobre una misma línea argumental: un hombre se impone el deber de cumplir una misión para cerrar una herida personal, sin importarle la recompensa material de la misma, por la que sí lucharán sus acompañantes. Se establece, de este modo, un interesantísimo enfrentamiento a tres bandas: el protagonista, el objeto de su búsqueda y los que se unen a su misión (en contra de la voluntad del héroe) para obtener la recompensa ofrecida por ella; un triángulo de tensiones del que surge (siempre de manera natural, nunca mediante subrayados ni recursos forzados) una espléndido catálogo de algunas de las principales motivaciones que rigen el comportamiento humano, desde los más bajos instintos hasta sus más nobles aspiraciones. En Tras la pista de los asesinos (cómo se encarga de subrayar torpemente el título español del original y mucho más ambiguo Seven men from now) la misión de Ben Stride (Randolph Scott) es la de dar con los autores de un atraco, no para obtener la recompensa ofrecida por su captura, sino para vengar la muerte de su mujer producida a consecuencia del tiroteo durante el golpe. A su misión (siguiendo el esquema anteriormente mencionado) se unirán los forajidos Bill Masters (Lee Marvin) y Clete (Donald Barry), con la intención de hacerse con el botín una vez capturados los atracadores.
La secuencia inicial, tras los títulos de crédito con la magnífica canción de Henry Vars que da título a la película, es absolutamente modélica en cuanto a la extraordinaria puesta en escena de Boetticher: en un plano de un paisaje nocturno bajo la tormenta, aparece el escorzo del protagonista, de espaldas en primer término de la imagen (fotograma 1); tras detenerse un instante, avanza decidido bajo la lluvia (un hombre con una misión, dispuesto a cumplirla) hasta una pequeña gruta en la que se encuentra con dos pistoleros, que lo reciben con suspicacias; se sienta al pie de la hoguera con ellos, toma una taza de café y responde con parquedad a las preguntas de los pistoleros (explica que ha llegado hasta allí a pie, después de que los indios le atacaran y se comieran a su caballo) hasta que, al mencionar el asesinato producido durante el atraco de Silver Springs, uno de los pistoleros pregunta temeroso si ya han capturado a los asesinos, a lo que Stride responde con un escueto “a dos de ellos”; corte a un plano exterior de los caballos de los pistoleros alterados por dos disparos, y nuevo corte a la imagen de Stride, al día siguiente, cabalgando en el desierto con el segundo caballo atado a su montura. Una secuencia memorable y definitoria de todo un estilo.
Tras este espléndido arranque el nivel no decae ni un segundo a lo largo de los escasos setenta y ocho minutos de la película (otra de las grandes cualidades de Boetticher, la de condensar la mayor parte de sus películas en poco más de hora y cuarto; una facultad que el director convertiría en una de las marcas esenciales de su estilo: “El final de mis películas es siempre rápido. Nunca hay discurso. En nueve de cada diez películas, todo está acabado dos o tres bobinas antes de que te dejen irte a casa... Cuando yo llego al final, no tengo nada más que añadir”). Todas las ideas, desde la más sencilla, referida a las aptitudes o características de los personajes, hasta la más compleja, reflejando sus anhelos, traumas o temores, están plasmadas mediante imágenes, raramente a través de las palabras. Un ejemplo de lo primero: durante su recorrido, y tras descubrir los restos de una pequeña hoguera, Stride aminora el trote de su caballo y desenfunda con gesto sigiloso su fusil (lo que nos lo describe como un hombre observador y precavido). Como muestra del segundo caso (la exposición de los sentimientos de los personajes), uno de los momentos más sublimes de la película: tras unirse a la pareja de colonos, John y Annie Greer (Walter Reed y Gail Russell), a quien Stride decide acompañar en su ruta hacia el sur (él en busca del resto de los miembros de la banda del atraco a Silver Spring, ellos para iniciar una nueva vida en el oeste), y durante un descanso a orillas de un río, Stride no puede evitar fijar la vista en un meandro en el que escuchamos a Annie cantando mientras se asea; pero en el plano subjetivo del protagonista no podemos ver a la joven (escondida tras unas ramas) sino simplemente las leves ondas que sus movimientos provocan el agua (fotograma 2); una bellísima imagen en la que Stride parece evocar la pérdida de su esposa y con la que Boetticher consigue algo que muy pocos directores lograron a lo largo de toda su carrera: la exposición de una idea transcendental a través de “una forma que puede albergar una emoción profunda, contradictoria, y transformarla en una expresión de algo unificado, permanente, trascendente” (la frase es del magnífico estudio de Paul Schrader, El estilo trascendental en el cine, referida allí a una secuencia de Primavera Tardía, de Yasujiro Ozu, pero no puedo evitar citarla aquí para reivindicar justamente la altura de la obra de Boetticher).
Hay muchas otras imágenes y secuencias que hacen del filme de Boetticher una obra imprescindible, no sólo en su género, sino en la historia del cinematógrafo: Bill Masters y Ben Stride reconociendo la amenazadora presencia de los chiricahuas en lo que parece el aullido nocturno de unos coyotes (al contrario de lo que Stride había admitido ante Annie para no alarmarla); Stride ayudando a tender la ropa a Annie (una imagen impensable en tantos héroes del western – fotograma 3); Masters intentando seducir a Annie en presencia de su débil marido (y narrando la historia de cómo Stride hizo lo mismo para hacerse con la esposa de “un tipo poco decidido”); la conversación nocturna entre Annie y Stride, ella en el interior del carromato, él entre las ruedas del mismo para guarecerse de la lluvia, escuchándose, intuyéndose, deseándose a través de las tablas de madera que les separan (fotogramas 4 y 5); la despedida de Stride y Annie, ella sin poder reprimir un incipiente beso que el protagonista esquiva en el último momento para recibir en la mejilla; la inmolatoria redención del pusilánime John, dejándose asesinar por el forajido Payte Bodeen (John Larch) en su vano intento de prevenir al sheriff de Flora Vista; y, por supuesto, el enfrentamiento final de Stride con Bill Masters, un duelo a campo abierto que Boetticher resuelve de nuevo dejando en fuera de campo el disparo del protagonista (fotograma 6), cuentan las malas lenguas que por la incapacidad de Randolph Scott para desenfundar con la suficiente rapidez… si así fuera: ¡gloria eterna a uno de los héroes más próximos y humanos que nos ha dado el western!
David Vericat
© cinema esencial (agosto 2016)