Al servicio de las damas

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Al servicio de las damas
Director:
Gregory La Cava

Título Original: My Man Godfrey / Año: 1936 / País: Estados Unidos / Productora: Universal Pictures / Duración: 94 min. / Formato: BN - 1.37:1
Guión: Eric Hatch, Morrie Ryskind (Novela: Eric Hatch) / Fotografía: Ted Tetzlaff / Música: Charles Previn
Reparto: William Powell, Carole Lombard, Gail Patrick, Alice Brady, Eugene Pallette, Alan Mowbray, Jean Dixon
Fecha estreno: 01/09/1936 (Los Angeles, California)

Al servicio de las damas arranca con una fabulosa secuencia de títulos de crédito en un movimiento panorámico en el que los nombres de los artistas van apareciendo en carteles luminosos de lujosos edificios hasta que la cámara llega a un majestuoso puente al pie del cual se ubica un vertedero habitado por indigentes y vagabundos (fotograma 1). Excelente muestra de una de las mayores cualidades de esta grandísima comedia de Gregory La Cava, uno de los grandes exponentes del screwball, a menudo injustamente relegado a la sombra de los Hawks, Lubitsch o Sturges: la elegantísima cadencia en la que se suceden sus secuencias, fluyendo en deliciosa armonía a través de una brillantísima puesta en escena y sustentada en unos diálogos tan elegantes como subversivos. Ciertamente, produce sonrojo comparar las virtudes de una comedia como la que nos ocupa con cualquiera de las muestras del género (no en vano, uno de los más desprestigiados en el cine contemporáneo) que podemos encontrar en la actualidad. Frente a la obviedad y la risa fácil, La Cava contrapone humor inteligente con poderosísimas cargas de profundidad contra la banalidad y la estupidez de la alta sociedad en los duros tiempos de la Gran Depresión norteamericana.
 
“¿Podría mantener una charla inteligente por unos minutos?”, le espeta a la primera de cambio el vagabundo Godfrey Parks (William Powell) a la cándida Irene Bullock (Carole Lombard) cuando ésta acude junto a su hermana Cornelia (Gail Patrick) al vertedero en busca de un indigente para superar una de las pruebas de una estúpida gincana. Y a partir de este arranque, el retrato de una clase idiotizada, formada por individuos completamente enajenados, será tan delirante como implacable: “Este sitio se parece bastante a un manicomio. Fíjese en esa chiflada”, le comenta un individuo a Alexander Bullock (Eugene Pallette) señalando a una mujer que acaba de entrar tirando de una cabra en el vestíbulo del lujoso hotel en el que se encuentran; “Llevo veinte años mirándola, es la Sra. Bullock”, responde impertérrito Alexander; y cuando su interlocutor apenas alcanza a balbucear un “lo siento mucho” a modo de disculpa, replica igualmente flemático: “¿Cómo creo que me siento yo?”. Una imagen que el vagabundo Godfrey se encarga de corroborar cuando, después de acceder a presentarse como el trofeo de Irene ante los absurdos jueces de la gincana, sentencia ante la multitud congregada en el vestíbulo: “El motivo por el que he venido es porque sentía curiosidad por ver cómo se comporta un puñado de imbéciles casquivanos”.
 
Aceptando el ofrecimiento de Irene como desagravio por haberle utilizado en la prueba de la gincana, Godfrey es contratado como mayordomo de la familia Bullock, un hogar en el que la locura y el absurdo reinan de manera absoluta, tal como comprobará el protagonista nada más entrar en servicio, en su primer encuentro con la señora de la casa, Angelica (Alice Brady), a quien debe servir el desayuno: “Deje de saltar para que pueda verle”, balbucea resacosa la señora Bullock desde la cama, mientras se lamenta por una “musiquita” que no puede ahuyentar de su cabeza (en realidad, los cristales de una lámpara mecidos por el viento que bañan la estancia de un incesante tintineo) y por la presencia de unos molestos “duendecillos” que cada mañana acuden a alterar su sueño.
 
A partir de esta primera escena, los acontecimientos, a cada cual más extravagante, se suceden sin solución de continuidad, ante la atónita mirada del alucinado Godfrey: desde la llegada de un cochero en busca de su caballo al que, según la sirvienta Molly (Jean Dixon), Irene habría encerrado en la biblioteca la madrugada anterior (en un gag memorable, cuando observamos el rostro estupefacto del sufrido padre de familia, Alexander, comprobando la presencia del animal, del que únicamente escuchamos el relincho tras la puerta de la estancia – fotograma 2); hasta la sucesión de entradas y salidas de todos los miembros de la familia, en un desfile desenfrenado que La Cava filma haciendo alarde de un asombroso sentido del ritmo cinematográfico (una larguísima secuencia que se disfruta como en un suspiro y que culmina con una nueva réplica absolutamente memorable cuando, tras quitarle la bandeja de bebidas que Godfrey se disponía a servir, Alexander sentencia: “Esta familia no necesita estimulantes”).
 
Y La Cava prosigue sin tregua en su despiadada caricatura de sus personajes, incluida la protagonista Irene (cuyo papel fue asignado a Carole Lombard a instancias de su entonces ya exmarido William Powell, saque cada cual sus propias conclusiones), seguramente una de las heroínas más vilipendiadas en toda la historia de la comedia cinematográfica: “Eres un chico con suerte”, felicita la madre Angelica al que cree que es el elegido por Irene como pretendiente (la cual, despechada por el rechazo de Godfrey, elige al primer pelele que se le pone a tiro como venganza); “Eso ya lo sé. No soy Van Rumple”, le responde aliviado el joven señalando al joven realmente elegido. Y acto seguido, cuando Alexander pregunta a su esposa por el motivo de su alborozo, ésta únicamente acierta a responder: “Déjame pensar. Sé lo que te quería decir pero se me ha olvidado” (!).
 
La progresión de momentos hilarantes es interminable: la irrupción de una pareja de perspicaces detectives, tras la desaparición de un collar de perlas de cuyo robo Cornelia pretende inculpar a Godfrey (“¿Quién es usted?”, inquiere decidido uno de los detectives a la sirvienta Molly, la cual, ataviada con su inconfundible uniforme, responde con sorna: “Adivine”); la secuencia en la que Godfrey mete bajo la ducha a Irene (fotograma 3); Alexander echando por la ventana (por supuesto, en una acción fuera de campo de la que únicamente escuchamos el estruendo de los cristales) al insoportable protegido de su esposa, Carlo (Mischa Auer)… Episodios que se suceden de manera vertiginosa, y entre los cuales encontramos también otros ejemplos de la exquisita puesta en escena de La Cava, como el que para mí es uno de los momentos más brillantes de la película, acaso por sutil y elegante pocas veces mencionado: tras sincerarse con la familia, y antes de su reencuentro con Irene, Godfrey se reconcilia con Cornelia, de la que se despide con palabras de reconocimiento; La Cava muestra un plano medio de los dos personajes (Godfrey, de espaldas, frente a Cornelia) hasta que el protagonista sale de plano y, tras aguantar unos segundos la imagen con la mirada de Cornelia, vemos en plano subjetivo la salida de la estancia ya vacía con unas cortinas meciéndose ligeramente (delicada imagen de la figura de Godfrey volatilizándose ante la mirada de Cornelia, justo en el momento en que ella parecía asumir sus sentimientos hacia el mismo – fotograma 4). Es un instante fugaz, apenas esbozado, pero que contiene la esencia de una puesta en escena desgraciadamente ya extinta y que eleva al cinematógrafo a la altura de lo sublime.
 
David Vericat
© cinema esencial (agosto 2016)
 
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VÍDEOS: 
Trailer (V.O.I.)

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