Madre e hijo

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Madre e hijo
Director:
Aleksandr Sokúrov

Título Original: Mat i Syn / Año: 1997 /  País: Rusia - Alemania / Productora: Severny Fond, Zero Film GmbH / Duración: 71 min. / Formato: Color - 1.66:1
Guión: Iurii Arabov / Fotografía: Aleksei Fedorov / Música:Glinka, Otmar Nussio
Reparto: Gudrun Geyer, Aleksei Ananishnov
Fecha estreno: 20/02/1997 (Berlin International Film Festival)

Como es sabido, la pintura es una de las fuentes esenciales de inspiración de Sokurov, y Madre e hijo es, desde luego, una de sus obras más pictóricas. Aquí, una referencia en particular se eleva por encima de las demás: la gran figura del Romanticismo alemán, Caspar David Friedrich, el artista que supo llevar al lienzo tal vez como ningún otro en Occidente la dimensión cósmica y sagrada de la naturaleza. Las afinidades entre los dos son tan manifiestas que casi podría decirse que el encuentro era inevitable. Y ese encuentro es Madre e hijo.
 
El tema del film es (una vez más) la ubicación del hombre en el cosmos y esa clave decisiva para desentrañar su misterio, que es la muerte; pero la muerte no se nos presenta solo en su lado sombrío y destructor; por supuesto, está su dimensión trágica, el dolor ante la desaparición de un ser querido, pero eso parece ser aceptado aquí en su inevitabilidad con un cierto estoicismo, actitud que, a mi entender, no se había mostrado hasta ese momento en el cine de Sokurov; y está también su dimensión de luz: la muerte como esperanza de resurrección, igualmente inhabitual en su obra; puede decirse, pues, que la película ofrece una perspectiva, hasta cierto punto, al menos, inusualmente esperanzada en el conjunto de su filmografía, y en ese sentido (pero solo en ese) es casi el reverso de su precedente obra de ficción, Páginas ocultas.
 
Un paralelismo bastante exacto de esa doble dimensión, a la vez trágica y confiada, lo encontramos también en la pintura de Friedrich, el hombre que “descubrió la dimensión trágica del paisaje” (según la frase de su amigo David d’Angers) pero en cuyos lienzos se puede ver, de forma aparentemente paradójica, una “paz omnipresente” (1). Para Boris Asvárisch, “toda la obra de Friedrich está impregnada de la idea de indestructible unidad entre el mundo de la naturaleza y el mundo interior o espiritual del hombre” (2), mientras que, muy al contrario, para Rafael Argullol, “el gran motivo que cruza la pintura de Friedrich es la escisión entre el hombre y la naturaleza” (3). Y es que tanto Friedrich como Sokurov parecen compartir esa misma dualidad, esa misma escisión en el alma, perpetuamente suspendidos, uno y otro, entre la inaprehensibilidad de Dios y la ininteligibilidad del mundo, por un lado, y la incuestionable belleza teofánica que reconocen en la creación, por otro. Dos verdaderas almas gemelas, pues, destinadas a dialogar, por encima de las convencionales barreras del tiempo y el espacio, sobre el enigma radical de la existencia.
 
Tanto o más que la muerte como tránsito hacia la transcendencia, está en el film el tema de la dialéctica de la inmanencia entre el paso del tiempo y su suspensión esencial (también en Friedrich: piénsese, por ejemplo, en las múltiples ruinas y cementerios, eternalizados, que pueblan sus cuadros). No habiendo aquí espacio para extenderme en ello, prefiero simplemente llamar la atención sobre una escena: me refiero al plano en que el protagonista contempla el paso de un tren que, en la distancia, surge por el lado derecho de la imagen, cruza humeante la pantalla y desaparece por la izquierda (fotograma 1). No voy a comentarlo; hay que verlo. Toda la soledad y el abandono del ser humano ante el cosmos, todo el misterio insondable del tiempo, todo el peso abrumador de la vida, parecen misteriosamente concentrados en los dos minutos que dura ese plano fijo, sencillo y sublime.
 
Sokurov no copia la pintura de Friedrich, como por ejemplo han hecho más recientemente Gustav Deutsch, con la de Hopper, en Shirley o, de otra forma, más afortunada, Leck Majewski, con la de Brueghel, en El molino y la cruz. Es cierto que hay un par de planos fijos que enlazan de forma muy directa con unas sepias de Friedrich (fotograma 2). Es en esos dos momentos donde me parece percibir un acercamiento más literal, más formal, de Sokurov al pintor de Dresde, pero, en general, podríamos hablar, más bien, de una comunión en el alma que genera de forma natural una cierta convergencia en las formas de expresión.
 
Otra referencia pictórica me parece también perceptible en el film y especialmente destacable por lo inhabitual: me refiero a Munch (es conocido el rechazo radical de Sokurov a la plástica contemporánea), un Munch espiritualizado, discernible sobre todo en los veinte primeros minutos y también, quizá especialmente, en ese grito (fotograma 3 - verdadero momento cenital de la película) que profiere el hijo ante la evidencia de la muerte de la madre. Aparte, y como siempre, referencias visuales a El Greco, Rembrandt, tal vez Millet en este caso, los prerrafaelistas (cuando el hijo alimenta con un biberón a la madre - fotograma 4), etc.
 
Más, quizá, que en el resto de sus films, Sokurov recurre aquí a la anamorfosis: diversos medios técnicos son utilizados para ello a fin de otorgar a la imagen cinematográfica la bidimensionalidad de la imagen pictórica (fotograma 5). Tema complejo y discutible que no se resolverá en unas líneas. En contra de Sokurov, podría argumentarse que el propio Friedrich respetaba (aunque a veces pueda parecer que un poco a regañadientes) las leyes de la perspectiva, y que la imagen cinematográfica genera, por su propio origen tecnológico, la ilusión de la tridimensionalidad. En este sentido, Sokurov nunca ha dejado de pelearse contra la propia naturaleza del medio. ¿Tiene sentido tratar de recrear en cine una especie de aperspectivismo visual prerrenacentista? ¿No hay otras vías, más afines a su naturaleza, para evitar el literalismo que, con su mimetismo representacional, propicia un realismo a ras de tierra y obstaculiza la función propia del arte: revelar lo invisible? ¿Respeta, en general, Sokurov sus propias reglas? Muchas preguntas podrían plantearse con relación a la postura radical, arriesgada, «imposible» a veces, del genial director ruso.
 
También se puede, por supuesto, estar de acuerdo globalmente con la visión de Sokurov sin que ello implique necesariamente tener que compartir plenamente algunos de sus problemáticos postulados. Pero, por encima de todo eso, al margen de los múltiples debates teóricos a que la revolución sokuroviana podría dar lugar, está la evidencia enmudecedora de una serie de obras maestras (entre ellas Madre e hijo) que dejan a ese mismo debate en una situación embarazosa. E pur si muove...
 
Quisiera terminar con una cita de Henry Corbin, que me parece especialmente pertinente: «Una sola cosa importa en la oscuridad que envuelve nuestra vida humana: que crezca ese destello, esa incandescencia, que permite reconocer la Tierra Prometida». Yo creo que a Sokurov le importa poco el cine, no tiene la menor voluntad de contar una historia, no le interesa en absoluto la psicología ni la sociología, le deja indiferente que muchos bostecen ante sus películas y, por supuesto, le aburriría (y supongo que le alarmaría) tener que dedicarse a recoger las alabanzas de los cinéfilos. Y me parece que todo esto (con todo lo que implica) no siempre se entiende. Lo único que a Sokurov le importa es descubrir en su alma y mostrar a los demás los destellos que permiten volver a casa. Hay que agradecérselo.
 
Agustín López Tobajas
© cinema esencial (enero 2017)
(Reseña original en Filmaffinity)
 
 
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(1) G. Dufour-Kowalska, "Caspar David Friedrich. Aux sources de l’imaginaire romantique", Lausana, 1992, p. 83.
(2) Boris Asvárisch, "Maestros de la pintura mundial en los museos de la URSS: C. D. Friedrich", Leningrado, 1980, p. 7.
(3) Rafael Argullol, "El ojo espiritual", El País, 10-10-1992.
 
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Puntuación de Agustín López Tobajas : 10

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