Título Original: Days of Wine and Roses / Año: 1962 / País: Estados Unidos / Productora: Warner Bros / Duración: 117 min. / Formato: BN - 1.85:1
Guión: J.P. Miller / Fotografía: Philip H. Lathrop / Música: Henry Mancini
Reparto: Jack Lemmon, Lee Remick, Charles Bickford, Jack Klugman, Alan Hewitt, Tom Palmer, Jack Albertson, Debbie Megowan
Fecha estreno: 26/12/1962 (Los Angeles, California)
Escoger a un actor o actriz para un papel que no se ajusta a sus características físicas o a sus aparentes cualidades interpretativas es un recurso muy en boga en el cine contemporáneo (en el que cualquier actor de prestigio no es lo suficientemente valorado hasta que no haya encarnado a un personaje para el que le haya sido necesario ganar o perder sesenta quilos, o que se encuentre a las antípodas de los papeles más característicos de su filmografía) pero mucho menos en el cine clásico, en donde las grandes estrellas no tenían ningún complejo en encarnar una y otra vez un mismo prototipo de personaje (sin que esto restara ni un ápice de su calidad), recurso con el que nos ahorraban toda una serie de prolegómenos de presentación de los protagonistas (puesto que ya los reconocíamos según el intérprete que les diera vida) para permitir al guionista pasar directamente a la acción.
Existen sin embargo algunos casos remarcables, como el de James Stewart, que se apartó de su característico personaje del perfecto-americano-de-clase-media en sus trabajos con Hitchcock y, sobre todo, en sus cinco colaboraciones con Mann, encarnando la cara más oscura del héroe en el western. El caso de Jack Lemmon en Días de vino y rosas es igualmente destacable, por cuanto su trabajo supondrá prácticamente la única incursión en el género dramático durante su etapa más relevante, dominada casi en su totalidad por los personajes de comedia. Concretamente, en el momento de abordar el papel del alcohólico Joe Clay, Lemmon venía de cosechar sendos éxitos a manos de Billy Wilder en Con faldas y a lo loco (1959) y El apartamento (1960 - comedia agridulce esta última, pero comedia al fin y al cabo), algo que sin duda Blake Edwards tuvo en cuenta para elegirle como el protagonista de esta desgarradora historia sobre alcoholismo que es Dias de vino y rosas. Y es que resulta difícil no recordar al empleado de oficina C.C. Baxter en la secuencia en la que Joe Clay intenta hacer las paces con Kirsten Arnesen (Lee Remick) en un ascensor sospechosamente parecido al que comandaba la cándida Fran Kubelik en El apartamento (fotograma 1); o al contrabajista de Con faldas y a lo loco ejecutando una alocada danza maracas en mano con la imagen de Clay simulando un striptease hasta hacer aparecer un par de botellas de ginebra ante su ya esposa Kirsten.
Evidentemente, si Edwards juega la baza de hacer interpretar el papel de Joe Clay al tantas veces entrañable y divertido Jack Lemmon es para que cuando le veamos fuera de sí, arrastrándose sobre el barro en busca de una nueva botella de ginebra hasta destrozar el invernadero de su suegro, Ellis Arnesen (Charles Bickford), sintamos de la manera más directa posible el golpe al estómago que nos propinan las imágenes (fotograma 2). La propia estructura dramática de la película juega esta misma baza, con una primera parte más próxima a la comedia (no sin elementos que van anunciando de manera cada vez más evidente el infortunio que se avecina, como son los numerosos planos en los que destacan en primer término vasos y botellas) y una segunda, sobre todo a partir de la mencionada secuencia del invernadero, completamente abocada a la tragedia (una división que ya queda claramente expuesta en el explícito cartel original de la película).
Y si Lemmon sale airoso del reto (con una actuación que consigue evitar durante casi todo el tiempo el histrionismo, a pesar de algunos momentos potencialmente proclives a ello), cabe destacar todavía más si cabe el trabajo de una extraordinaria Lee Remick que confiere a su personaje una fabulosa gama de matices (de la severidad a la fragilidad, y de ahí a la enajenación, la cólera, la soledad y el desamparo) en su lúgubre tránsito hacia el alcoholismo. Cuesta reconocer a la joven de ojos brillantes durante el paseo nocturno en el que recita los versos que sirven de título a la película (“Largos no son los días de vino y rosas: de un nebuloso sueño surge nuestro sendero y se pierde en otro sueño” – fotograma 3) en la Kirsten que yace semiinconsciente, completamente alcoholizada, en la sucia habitación de un motel (fotograma 4); y más todavía en la de la desoladora y última secuencia de la película. Un final inundado de amargura que, según parece, el mismísimo Jack L. Warner pretendió suavizar pero que, gracias a un repentino viaje de Lemmon a París (de acuerdo con el director y para imposibilitar justamente el rodaje de cualquier secuencia alternativa) Edwards consiguió preservar tal y como había sido originalmente concebido.
David Vericat
© cinema esencial (abril 2018)
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Comentarios
¡¡Bueno tocará ver la
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