Luces de la ciudad

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Luces de la ciudad
Director:
Charles Chaplin

Título Original: City Lights / Año: 1931 / País: Estados Unidos / Productora: United Artists / Duración: 81 min. / Formato: BN - 1.20:1
Guión: Charles Chaplin / Fotografía: Rollie Totheroh, Gordon Pollock / Música: Charles Chaplin
Reparto: Charles Chaplin, Virginia Cherrill, Florence Lee, Harry Myers, Al Ernest Garcia, Hank Mann, Jack Alexander, Tom Dempsey, Henry Bergman
Fecha estreno: 30/01/1931 (Los Angeles, California - premiere) / 06/02/1931 (USA)

En la magistral secuencia inicial de la que es posiblemente la mejor comedia romántica de la historia del cinematógrafo, Charles Chaplin nos ofrece una ristra de momentos a cual más lacerante en los que el sempiterno personaje del vagabundo hace saltar por los aires la solemne ceremonia de inauguración de un ostentoso monumento público: primero, apareciendo plácidamente dormido en el regazo de una de las figuras escultóricas al ser izada la lona que cubre el conjunto; y seguidamente, enganchándose sus pantalones en la espada de una segunda figura, para acabar depositando sus nalgas en pleno rostro de la misma, ante la indignación de las autoridades y público asistente. No sólo eso, Chaplin se permite también en esta secuencia arremeter contra el recién llegado cine sonoro (trasformando los discursos de las autoridades en grotescos e ininteligibles sonidos) y contra el patriotismo más histriónico (a través de la ridícula reacción de las mismas autoridades al escuchar el himno nacional, mientras vemos los esforzados intentos del vagabundo por mantener la compostura en ese mismo momento – fotograma 1). Pareciera como si, antes de acometer la bellísima y emotiva historia de amor entre la joven invidente vendedora de flores (Virginia Cherrill) y el vagabundo, Chaplin quisiera darse el gusto de ofrecernos el perfil más sarcástico de su personaje, recordándonos su faceta más subversiva, que el director/actor tan bien supo combinar con su lado más sensible y romántico.
 
A partir de este fabuloso arranque, la película está plagada de momentos extraordinarios, combinando (de nuevo) el humor más brillante con la emoción más pura: inmediatamente después de la secuencia de presentación del vagabundo, la no menos espléndida en la que el protagonista está a punto de precipitarse al vacío de un elevador mientras contempla con gesto de experto una escultura en un escaparate (un prodigio coreográfico, para el cual Chaplin ensayó cada movimiento hasta la extenuación – fotograma 2); y justo después, el primer encuentro con la joven vendedora, que, tras establecer el equívoco por el cual la joven toma al vagabundo por un hombre acaudalado (al escucharle descendiendo de un automóvil que en realidad simplemente atraviesa para cruzar la calle), y una vez producido el flechazo por parte del vagabundo (que la observa embelesado sin que ella lo perciba), culmina con el contrapunto del gag en el que la vendedora arroja el agua de una maceta en pleno rostro de su admirador.
 
Chaplin estructura la película en base a grandes bloques construidos alrededor de una idea o situación a partir de la cual aflora una interminable sucesión de antológicos gags. El encuentro del vagabundo con el millonario suicida (Harry Myers – un personaje alcohólico y esquizofrénico que nos remite a los que sufrieron los efectos del reciente crack del 29, acaso una víctima de aquéllos); la salida nocturna de los dos amigos; la fiesta en casa del millonario; el trabajo como barrendero; y, cómo no, la secuencia del combate de boxeo (y sus prolegómenos en los vestuarios), una de las más perfectas e hilarantes de toda la filmografía chaplianiana (fotograma 3 - inútil describirla en palabras, hay que verla para disfrutarla). Escenas puntuadas por los interludios protagonizados por la vendedora de flores, entre los que destaca un momento especialmente revelador (y que anticipa la gran secuencia del desenlace de la película) en el que la joven advierte que su abuela (Florence Lee) ha estado llorando (a causa de un aviso de desahucio) al tocar su mejilla todavía húmeda por las lágrimas.
 
Pero, indudablemente, si la película tiene un momento culminante que la eleva hasta una de las cimas del arte del cinematógrafo, ése es el del citado desenlace, con el reencuentro del vagabundo, recién salido de la cárcel, con la joven ya curada de su ceguera, que al principio es incapaz de reconocer a su antiguo amado y que finalmente le identificará a través del tacto de sus manos (fotograma 4 - únicamente se me ocurre el final de la magnífica Tu y yo, de Leo McCarey, para encontrar un momento de éxtasis parecido). Una secuencia que logra emocionarnos a cada nuevo visionado como si la viéramos por primera vez y que contiene en apenas un puñado de planos la esencia de un arte capaz de sublimar en imágenes algunas de las grandes pasiones del ser humano. No en vano, Luces de la ciudad figura entre las películas preferidas de directores tan dispares como Orson Welles, Stanley Kubrick, Woody Allen o Andrei Tarkovsky, entre muchos otros.
 
David Vericat
© cinema esencial (octubre 2018)
 
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VER EN FILMIN
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VÍDEOS: 
Trailer
Secuencia inicial
Secuencia del boxeo (fragmento)
Secuencia final

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